(Imagem: youtube.com) |
Se
iba Pantaleón al trabajo, cuando se le ocurió de pasar a ver Arnold, no el Scwarzenegger
pero sí Jimenes, viejo amigo, propietario de una tienda en la
Guernica con la Rambla, justo en la esquina. Lo encontró charlando con la
dependienta, una chica de ojos oscuros profundos. Era la semana muerta del comercio, los clientes
se habían ido de chopp a la playa, Arnold podia hacer lo que quisiera.
-
He pasado por los escombros. ¿A quién los has vendido?
-
A los hermanos Arajuès. Van a pagarnos despuès del diez.
Y
Arnold cometió el acto fatal:
-
Te presento la señorita Mallagana, mi dependienta.
-
Encantado. La señorita es realmente muy guapa.
-
Muchas gracias.
La
señorita Mallagana llevaba escorte no muy amplio, lo suficiente para delinear
los suenos vivísimos de una chica de veinte años y para hacer que la mirada pasara por
los pechos trás haber admirado su cara. Los rayos solares llegaban hasta sus
piernas, firmes y equilibradas.
Fue
una patada en los cuernos de Pantaleón, el fauno, experto en ordenadores, programación
y banalidad. Era un hombre casado, esto es, no propiamente, puesto que su mujer
había partido a ver los suyos con una amargura que se le crispaban los puños y
la promesa de no volver nunca más:
-
¡Inutil Pantaleón! Tengo ganas de echarte a la calle de madrugada y debajo de
lluvia torrencial.
- Y ¿porqué lo merezco, yo?
-
Por ser el padre de mi hijo, la más grande tontería que he cometido en mi vida.
Fuera esa la razón para su paso en la tienda de Arnold, aunque había también la historia de los
escombros, nada más que restos de una pocilga que tenían en sociedad para
financiar el equipo de fútbol del barrio. ¿Cómo un técnico de computadora se
había aventurado por negocios tan esdrújulos? Fuera la insistencia de Arnold en
una época en que la vaca loca había diezmado el rebaño vacuno de ciertas
regiones del viejo continente:
-
El futuro pertenence a los cerdos. No podemos dejar que los chinos nos ahoguen
con su yakisoba de carne falsa.
-
¡Pero tú no sabes nada de porcinocultura!
-
Se puede aprender de todo si no es tonto.
Al
final, los escombros y la acción del ministerio en contra los falsos granjeros,
dificultad para hacer los pagos y para empeorar el escorte de Mallagana
reflejados en lo escaparate de sus gafas. No quedó alternativa al bravo
Pantaleón sino idear un plan muy incomún: hacer que su ex-mujer, todavía
deseada, lo viera com Mallagana y lo hechara de menos. Pero no fue así.
(Imagem: historiadelperu.blogspot.com) |
Se pasó lo que él esperaba inicialmente: trás hablar con los promitentes pagadores, o
sea, los hermanos Arajuès, quedaron en la tienda de Arnold sobre las cuatro de
la tarde, cuando se terminaría la siesta. Mallagana ya estaba, con un escorte
más profundo y Arnold miraba al sesgo como quien tiene algo a ocultar. La plata
roló entre los deditos y Arnold propuso un brindis a sus ilusiones caducas:
-
¡A los cerdos que todavía no se convertieron en yakisoba!
-
¡A la ingrata y a los suyos! - proclamó Pantaleón
Su
ex-mujer entonces irrumpió en el ambiente, como una paracaidista invocada
magicamente por um código secreto. Pantaleón tartamudeó, los Arajuès también,
pero no por la misma razón. “Es mi fin”, pensó el pobre Pantaleón ya esperando
el golpe fatal. “Es para mi un nuevo comienzo”, pensaron los Arajuès, como si tuvieran la
misma cabeza, gobernada por cuatro patas, veinte deditos y tontería al doble –
“haré el imposible por esa mujer”. Y Pantaleón: “Sólo un milagro para
salvarme.” Y los Arajuès: “Ese tonto de Pantaleón puede ser de alguna
utilidad”.
Arnold
le tomó por el brazo y lo hizo sentarse, preocupado por su palidez:
-
¿Qué pasa, hombre? Hemos hecho el doble del esperado por los escombros!
-
Aquella era mi ex-mujer. Por un momento pensé que había venido a matarme.
-
¿La que ha salido de brazos dados con los hermanos Arajuès? Estás
bromeando.
-
Juro por mi santa madre.
Y
mirando las burbujas de Mallagana que arfaban dentro del escorte:
-
Estoy muerto, Arnold, veo las campanas del paraiso.
©
Abrão Brito Lacerda
09 06 15
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